En términos de William H. McNeill, lo que los ingleses han hecho al optar por abandonar la Unión Europea es decirle no a los macroparásitos. En The Human Condition: An Ecological and Historical View (1980), el historiador canadiense usaba ese término para recordar el inmenso daño que las burocracias ensimismadas suelen causar. Así es, los tiranos de la historia no hubieran podido dar rienda suelta a sus crímenes sin el concurso de estos peculiares cortesanos.
A diferencia del continente asiático, Europa nunca supo de
mandarines, sumo sacerdotes ni de todopoderosos emperadores. Su principal
característica estuvo en no tener dentro de su espacio geográfico a nada
parecido a un poder centralizado. Todo lo contrario, por siglos en su interior
convivieron diferentes sistemas políticos. Desde meras ciudades independientes
o repúblicas, ducados, reinos o principados absolutistas, durante centurias
Europa ofreció a sus habitantes una variedad de opciones que competían entre sí
para ver cuál de ellas les brindaba las mejores condiciones de vida. En esa
medida, la existencia de un poder único y sobrecargado de atribuciones siempre
le fue ajena. Por ello la figura del “sacro emperador romano-germánico” no pasó
de ser una inofensiva alegoría, la que felizmente nunca pudo concretarse.
Obviamente hubo intentos, el último de los cuales lo llevó a cabo
el que ordenó invadir Inglaterra mediante indiscriminados bombardeos: Hitler,
el paladín del nacional-socialismo. En sus términos, el creador del “verdadero
socialismo”, el padre del “estado del bienestar” y de los trabajadores (todo
ello sólo apto para arios). No por accidente fueron los nazis los inventores de
la “canasta familiar” y del “índice de precios al consumidor”, conceptos sólo
digeribles en una economía altamente controlada y completamente ajena a la
liberal que se sustenta en el simple respeto a los derechos fundamentales.
A decir de John Laughland (en La fuente impura. Los orígenes
antidemocráticos de la idea europeísta, 1997), los nazis (como el grueso de los
fascistas) fueron los grandes impulsores de la Unión Europea. Algo así como
Europa para los europeos, con la raza como elemento de distinción. De ese modo,
la visión de una “Europa unida” tenía poco que ver con Adam Smith y los
principios republicano-liberales que acompañaban a este tipo de pensadores
ilustrados.
Como anota Laughland, aquella Europäische Wirtschaftsgemeinschaft
(Comunidad Económica Europea) se inspiraba en el nacionalista y enemigo de los
mercados abiertos Friedrich List. Es más, Laughland acusó a Robert Schuman (el
padre fundador de la Comunidad Económica Europea, antecesora directa de la
Unión Europea) de haber sido un colaboracionista nazi en Francia: lo sindica
como uno de los 569 parlamentarios que votaron la muerte de la Tercera
República el 10 de julio de 1940, resaltando que al día siguiente el mariscal
Pétain proclamó el estado pronazi.
A partir de lo expresado, la
historia europea no es reconocible en el proyecto centralizador de la Unión
Europea. Y si eso sucede con el viejo continente en sí, más evidente es la
diferencia con respecto a la propia historia y tradición constitucional
inglesa. Bajo este último punto, los ingleses no están para recibir lecciones
al respecto. Pero sí para darlas, y sin power point. Por lo pronto,
manifestarse en contra de seguir en la Unión Europea no fue más que hacer uso
de su muy británico derecho a decidir.
¿Vuelve la desunión Europea?
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