Imaginemos que en mayo de 2016, alguien enciende el televisor en la sala de su casa. Comienzan a transmitir un comercial que, superponiendo una serie de cuadros inconexos, promociona ladrillos y otros materiales. En la primera escena, un austriaco sube 186 escalones con un bloque de piedra en la espalda y dice “puedo con este peso, pero no con el mal gusto del ingeniero”. En la siguiente, un actor que representa a Alexander Pechersky mira la cámara, gira instrucciones para el escape de Sobibor y susurra: “me puedo fugar del campo de exterminio, pero no de la casa tan mal construida en la que vivo”. Luego, aparece un prisionero en Auschwitz que, entre lágrimas, anuncia a sus compañeros el fin de la guerra, pero “no el fin de las filtraciones en las paredes del hogar”. Como cierre, una voz en off dice “los judíos han sobrellevado mucho peso, ya es hora de que carguen los bloques de su propia casa”.
Al ver el nombre del establecimiento, el televidente se siente indignado. Él no es judío pero le parece absolutamente intolerable que se le hable así a un grupo humano que ha sufrido torturas y segregación. Sin darse cuenta, comienza a evocar a su profesor de Historia universal y reflexiona en torno a los horrores de la Segunda Guerra Mundial; piensa en las películas sobre el tema que ha visto y que le han dejado claro que el racismo no puede ser motivo de bromas. La ira lo invade y no sabe si denunciar a la casa realizadora del comercial o al canal que vende el espacio para que se promueva ese discurso indignante.
Aunque hayamos podido figurarnos con claridad este episodio, sabemos bien que la escena difícilmente ocurrirá en algún país latinoamericano. Si se asume que publicistas y realizadores han sido regularmente escolarizados, existe una alta probabilidad de que hayan estudiado los mismos temas que el protagonista de este relato en el curso de Historia universal y que hayan visto las mismas películas. Para ellos, como para nosotros, jugarse con el Holocausto constituiría una falta de ética imperdonable, pues implicaría la banalización de uno de los pasajes históricos más vergonzantes del género humano.
A pesar de ello, sí es posible que algún latinoamericano encienda el televisor y se encuentre con un comercial donde aparece una sufragista anunciando la aprobación del voto femenino, para luego susurrarle a la cámara que su esposo “no la ayuda” a cambiar los pañales; asimismo, puede que vea a una obrera comunicándoles a sus compañeras que van a ganar el mismo salario que sus pares masculinos, aunque luego confiese que su novio “no le deja” pagar la cuenta; también puede que aparezca una guerrera medieval diciendo que “no le permiten” asistir a un “ladies night”; y tal vez al final, una voz en off invite a las mujeres a cambiar el mundo por completo y, de ahí, las anime a comprar algunos bienes necesarios para la remodelación del hogar.
Es muy probable que esto ocurra porque el comercial en cuestión ya existe y, aunque tiene algunas semanas en circulación, todavía no ha habido protestas callejeras ni amenazas de denuncias. La serenidad con la que se ha tomado esta cuña quizá se deba a que en el curso de Historia Universal, si bien se habla de la Revolución francesa como el origen de los valores republicanos, nunca se menciona que a Olympia de Gouges le cortaron la cabeza por señalar que las mujeres también debían ser ciudadanas; no hay películas que muestren cómo en 1913, mientras Hitler se estaba trasladando a Alemania, en Inglaterra, un hombre a caballo le fracturaba el cráneo a Emily Davidson, por exigir la aprobación del voto femenino. Tampoco se han intentado modificar los libros de historia e incluir los nombres de guerreras que han sido omitidos.
Ciertamente, estamos hablando de episodios muy antiguos, anteriores incluso al Holocausto; no obstante, el Perú de 2016 está muy cerca del anuncio publicitario ya aludido. Aquí, hoy por hoy, si bien las ciudadanas tienen derecho al voto y a ser electas, hay sólo un 21,5% de mujeres congresistas; si bien existen leyes que intentan disminuir la discriminación laboral, las mujeres todavía percibimos un 70,3% del salario pagado a los hombres que realizan nuestro mismo trabajo y, lo que es aun más llamativo, si se analiza la situación de las mujeres con mayor nivel educativo, la brecha salarial tiende a aumentar.
Hoy, aquí, ahora, por cada hombre analfabeto hay 2,94 mujeres en la misma condición.
¿Qué se puede decir frente a semejante comercial? Pues que urge intervenir los espacios de formación ciudadana, para ver si comenzamos a entender que jugarse con las jerarquías de género o con la disparidad en los derechos políticos entre hombres y mujeres constituye una falta de ética imperdonable porque implica la banalización de una de las realidades materiales contemporáneas más vergonzantes del género humano.
Intervenir los espacios
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