Siempre pensé que
instituciones como el indulto presidencial ofenden al estado de derecho. Y lo
sigo pensando, hoy más que nunca. Si un juez (o una corte) ha tenido a bien
sentenciar contra alguien es porque ha llegado a la humana conclusión de que se
lo merece, y se lo merece porque la conducta de ese “alguien” ha encajado
perfectamente en cada uno de los tipos penales que la ley establece.
Podemos discrepar de esa
humana conclusión y hasta de la teoría que dicho magistrado (o magistrados) se
sirvió para condenar al infractor de la norma, pero no podemos discutir la
validez institucional de su decisión. Al fin y al cabo se asume que el juez ha
llevado a cabo todo un proceso que le ha permitido decidir con la mayor de las
certidumbres. Y ese proceso no brota de la nada, sino del cauce que la
Constitución y las leyes señalan, más allá de las subjetividades
interpretativas (hasta donde ellas sean dables).
Por lo mismo, toda
decisión presidencial que se inmiscuya en una decisión judicial no haría más
que vulnerar una noción de justicia propiamente atada al derecho para
empujarnos a alternativas innegablemente arbitrarias. Puntualmente, muchas más
arbitrarias que el imperante y arbitrario (y a veces ocurrente) derecho
positivo. Empero, esa es la formalidad en la que nos movemos y debemos
respetar, si es que asumimos el valor y pertinencia de vivir bajo un estado de
derecho.
Desde la sensibilidad de
quien pide justicia, todo proceder que provenga de elementos ajenos a los
propiamente judiciales es una injusticia. Ya suficiente se tiene con que los
jueces lleven a cabo su labor de acuerdo a ley (y a los hechos) como para por
sobre esa frágil conducta se impongan salidas que rompen la cadena procesal de
quien clama justicia. Esas son las “soluciones políticas” que tanto daño hacen.
Así es, figuras como las del indulto presidencial rompen la legalidad a la que
el común de mortales nos sometemos y aspiramos: un orden adscrito al estado de
derecho nacido de una auténtica división de poderes y no a la mera política (la
confusión e involucramiento de unos poderes sobre otros).
Mera política es lo que
se nos ofrece con la figura del indulto presidencial. Un ente foráneo a todo
viso de justicia procesal. Es más, viene a ser la total negación de esas reglas
de juego que le imploramos al juez para hacer valer un derecho. Desde esa
lógica, permitir que una autoridad extraña a ese proceso se imponga
fácticamente (sin necesidad de dar mayor justificación) es renunciar a un orden
adscrito a la legalidad. Es preferir un rezago propiamente absolutista, que se
pierde en los tiempos de la más añeja arbitrariedad, con su carga mágica de por
medio: así como los príncipes medievales curaban enfermos con la sola
imposición de manos (especialmente a los portadores de escrófulas), los
príncipes de hoy harán el prodigio de aliviar moribundos por decreto.
Si de “humanidad”
(crudamente, el derecho a morir con los suyos) se trata, ¿una autoridad
apartada de lo puramente judicial tiene mayor capacidad para sustraer del
castigo a “alguien” (por muy expresidente que diga ser) que la misma
judicatura? ¿No es más comprensible que ese tipo de resoluciones salga del
propio cuerpo de magistrados que vio el caso? ¿No es ello lo pertinente para
evitar manipulaciones y alteraciones de la real situación del peticionante de
“humanidad”?
No tengo duda de que si
la decisión de proceder a indultar a alguien por motivos humanitarios (el único
tipo de indulto que un estado derecho debe de aceptar) proviene de la misma
institución que condena y manda a prisión, la posibilidad de que el beneficiado
se burle de la justicia que lo castigó disminuye grandemente. Exactamente todo
lo opuesto a lo que se da cuando esa prerrogativa queda en manos de quienes son
constitucionalmente irresponsables (pagará el ministro que lo avale, si es que
lo avala, pero no el presidente). Una situación que no ocurre con los
magistrados, siempre más frágiles que los políticos.
Indulto presidencial, una negación de la justicia
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16:11:00
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