No son pocas las veces que me
he puesto a analizar, cuestionar y repensar las razones que tuvieron mis
abuelos–a mediados de la década de los cuarenta- para migrar al puerto de
Chimbote, la inefable urbe que me vio nacer. El asunto es absolutamente ajeno a
mi profunda identificación con la ciudad que Arguedas eligió como escenario de
su última novela, ajeno al amor que le tengo a mi ciudad, a la vida que le he
entregado. Pero no son pocas las interrogantes que me asaltan y que hasta hoy
no encuentran respuesta.
¿Por qué mis antecesores
pensaron que era mejor vivir en la urbe y no en el ámbito rural de donde
provenían?, ¿qué hizo que pensaran que en la ciudad de la pesca hallarían la
felicidad que todos de algún modo buscamos?, ¿migraron acaso para ser más
libres, para acceder a más oportunidades, prosperidad, mejor estilo de vida?,
¿dejaron el ámbito rural en busca de libertad sexual y posibilidades formativas
para su descendencia?
Ojalá a Isabel y Marcelino
Acosta les hubiese preguntado en su momento todo esto, pero no fue así. Mi
adolescencia no alcanzó para enhebrar las preguntas que aquí formulo y que
-dicho sea de paso- me persiguen algunas décadas. El hecho es que considero que
el debate respecto a si es mejor vivir en el campo o la ciudad podría
prolongarse indefinidamente; pero lo cierto es que en las urbes –por razones
difíciles de explicar- se vive más tiempo, pero no necesariamente es posible
ser más felices.
La urbe, que ha sido
“diseñada” y “planificada”, nos adhiere a los que la habitamos cierto esquema,
cierta camisa de fuerza con la que no vinimos al momento de nacer: es una
especie de conflicto entre nuestro diseño biológico y el entorno. Las ciudades
más interesantes son las que están en transición, y mis abuelos lo intuyeron al
instalarse junto al insondable mar de Chimbote, que aún no estallaba con su
boom pesquero y migratorio. Ahí, en la primera cuadra de la avenida Meiggs, a
la vera de la carretera Panamericana, se adaptaron al clima, a la geografía, y
experimentaron al límite con una urbe viva y dinámica, orgánica, cambiante.
El suscrito quisiera que en
la ciudad donde nació las plazas sean un ágora donde la gente pueda reunirse,
debatir y, en general, hacer vida. Quisiera que la sobrevivencia en el concreto
y el asfalto sea posible conjugarla con las bondades de la naturaleza. Y es que
ahí reside el futuro, adonde deberíamos encaminarnos.
Mis abuelos migraron hace
setenta años del campo a la ciudad. Espero hacer el camino de regreso muy
pronto, sin que ello signifique desligarme del mar, de los espacios públicos,
de las bibliotecas y de las personas que tanto me han dado y que tanto amo.
Cartas desde Trujillo: El camino de regreso
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8:30:00
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