Tuve la fortuna de conocer a Washington
Delgado el año 2000, pero aprendí a leerlo en el colegio. Su poema “Para
vivir mañana” fue como un himno en mi adolescencia. El 2002 hice un ciclo
de actividades culturales al que denominé “La nave dorada” en honor a Spelucín,
el poeta de La Bohemia de Trujillo, y fue precisamente Washington Delgado quien
lo inauguró. Posteriormente empecé a visitarlo en su casa de Miraflores donde
exploté al máximo su don de gran conversador, de viejo legendario con quien
cada tema era una gran lección.
Con él aprendí a interpretar a los poetas de
su generación, me dio claves para asimilarlos desde otras perspectivas. La
última tarde me habló durante seis horas de los estructuralistas. Por él conocí
a Lacan y a Foucault, criticaba a Barthes, pero siempre retornaba a la poesía y
cuando leía daba la sensación que saboreaba cada palabra, por eso cuando partió
-quienes escribimos- sabíamos que no volveríamos a tener ningún otro maestro
capaz de interpretarnos el proceso de nuestra literatura con ese fervor y esa
paciencia, con esa devoción propia de quien ama lo que hace.
Mi propuesta pretende una aproximación a la
ciudad desde los textos de uno de los máximos exponentes de la generación del
50, pero, sobre todo, pretende identificar la variación de un registro que de
un alumbramiento conservador, sin traicionarse, culminó siendo un aporte
escritural que supo asimilar la consolidación de una sociedad mestiza, sus
causas, sus consecuencias, las proyecciones y sus riesgos.
Washington Delgado ejerció una prudente pero
muy marcada influencia en los jóvenes poetas porque su propuesta estuvo signada
por una transgresión que más allá de textos de hondo contenido social, tuvo
como primera preocupación el lenguaje y, en Historia de Artidoro,
por la construcción de un personaje mimetizado con una ciudad donde la historia
deja de ser un registro de la memoria para constituirse en un conducto
referencial para todos quienes pretendemos acercarnos a Lima, a la nueva Lima,
a su identidad migrante.
Entre
el tiempo y los hombres
Se
levanta el poema
El poeta se preocupó por identificar el
espacio del poema, las calles por donde recorrió su Artidoro que más que un
hombre fue el propio poema, él mismo quien después de tantas décadas se atrevió
a colocar a un lado el viejo modo para arriesgar un discurso que pudo haber
sido escrito por cualquiera de los poetas de la promoción del setenta. Esa
promoción donde los Hora Zero y la Sagrada Familia pudieron ser los precursores
de ese Artidoro a quien Washington se atrevió a sacar de sus cuadernos para con
él recorrer Lima y con Lima la historia de nuestra república, esa promesa a la
que el poeta cuestionó cuando ya libre, en la gran urbe, señaló con la
precisión de quien recorrió sus calles.
Caopolicán,
Mariátegui, Martí,
Nombres
de gentes muertas
Señala como para refrendar a quienes lo
antecedieron, el suyo no fue un recurso para poetizar, Wáshington que dominó
los recursos y las técnicas no tuvo necesidad de valerse de ellas para
reconfigurar su propuesta, pero sí la
responsabilidad de cruzarse a sí mismo para reinventar su discurso,
transgredirlo desde una posición de protagonista. Por eso arriesgó todo, y lo
que pudo ser un cambio de tuerca en su proyecto escritural terminó consolidando
un discurso que empezó en Formas de la ausencia el 55, puntualizó
con El extranjero el 56 y consolidó con Para vivir
mañana el año 1959. Lo que el poeta no imaginó fue que en su interior creció
alguien que sería él y que estaría más allá de él, como esta ciudad, que somos
nosotros, pero que siempre estará más allá de nosotros.
Artidoro se adentra en estas calles,
de este modo retorna
a la pampa infinita donde halló
una tarde violenta
y en la cúpula misma del estruendo
su ser resucitado.
Acaso Washington resucitó
con Artidoro, acaso Washington necesitaba resucitar con Artidoro, acaso
Artidoro necesitaba resucitar para devolvernos al poeta que durante décadas se
internó en la cátedra universitaria y fue testigo de cómo sucesivas promociones
fueron haciendo de Lima un espacio en el que poetizar fue sinónimo de confirmar
una identidad pero a la vez significó destruir una historia, enterrar las
raíces para fundar otro imaginario, otra plataforma de hábitos y costumbres que
tuvo como resultado esta Lima mestiza, esta Lima chola, esta Lima chicha y
achorada que nada tiene que ver con aquella otrora ciudad de los reyes. Y
entonces se dejó invadir por Artidoro, le entregó su lenguaje para refundarlo y
revitalizar una propuesta consolidada como una de las más atendibles de la
generación del cincuenta.
Artidoro se encuentra despistado
en solitario prado de amargura
y su viejo reloj
se detiene vencido por estólido
impenetrable sueño.
Es en estos quiebres donde
avizoro no sólo la belleza de lo que expresa, sino el temor y la duda de
continuar, ese asombro al que se refirió Jasper, necesario para alcanzar el
estremecimiento. La convicción de que está reescribiendo una historia para
cerrarle la puerta a la derrota, a nuestro pasado de derrotas, a nuestro ADN
violento, mezclado y estoico.
Guardo un caballo en mi casa
desesperadamente encadenado
a mi sueño de libertad.
Considero que Wáshington
Delgado le tapó la boca con Historia de Artidoro a quienes lo
calificaron de eterna promesa. Aquí, el maestro, no sólo nos dejó un libro,
sino que nos puso frente a un reto, frente a una misión: afirmar desde la
pluralidad de esta ciudad algo que nos cruce, una identidad por la que es
preciso transgredirnos, romper con nosotros, arriesgar y asumir con coraje esta
responsabilidad que nos entrega la historia: la eterna misión de
recuperarnos.
HISTORIA DE ARTIDORO, o Lima como propuesta de transgresión en la obra de Wáshington Delgado
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