UNO
El 21 de octubre del
2009, en su columna de La República, el
historiador Antonio Zapata se refería a la razón que explicaba la oposición de
los nativos de la zona a las medidas adoptadas por el segundo gobierno de Alan
García y que desencadenó la serie de eventos conocidos luego como El Baguazo. «No se trata —escribía
Zapata— de una oposición irracional que condene la zona al atraso, sino de la
negativa a aceptar actividades económicas devastadoras del bosque y de los
seres humanos. Para comprender a los amazónicos es preciso conocer su historia
y los dramas que los han acompañado. Por ejemplo, (la explotación de) el
caucho».
Aunque existen al
menos dos calles con su nombre en las provincias de Maynas y Alto Amazonas,
pocos recuerdan a Julio César Arana, apodado El barón del caucho, el principal protagonista del peor genocidio
que se recuerde en los años republicanos. Arana nació en 1864 y tuvo una
infancia sencilla: creció vendiendo sombreros en Rioja y muy joven se trasladó
a Iquitos, donde se dedicó a apertrechar a los caucheros, lo que le permitió
amasar una pequeña fortuna. Hacia 1903 era el principal empresario de la
Amazonía. Mientras entablaba intensas disputas con los caucheros colombianos
fundó la sociedad J. C. Arana y Hnos. (conocida como La Casa Arana), a través de la cual se adueñó —algunas veces de
manera legal y otras por la fuerza— de extensos territorios de la selva donde
estableció un cruel sistema de recolección del caucho, que era conocido desde
finales del siglo XIX como el oro negro.
La industrialización en Europa y los Estados Unidos había convertido al caucho
en materia prima fundamental del maquinismo, por lo que su precio en el mercado
subió y permitió el enriquecimiento de los caucheros peruanos y bolivianos y el
apogeo de ciudades de la Amazonía como Manaos e Iquitos.
Arana impulsó y toleró
un sistema de explotación que reclutaba indios huitotos, andoques, boras y
nonuyas, a quienes se les entregaba mercancías que despertaban su curiosidad,
pero que terminaban siendo inútiles para su vida diaria. Como pago se les
solicitaba recolectar una cuota de látex que alcanzó niveles de desproporción
nunca antes vistos. Los indios eran castigados, torturados y asesinados si no
llegaban a las cuotas o eran obligados a presenciar el maltrato y ejecución de
sus familiares. La región del Putumayo —y específicamente La Chorrera— se
convirtió en símbolo de la barbarie de los caucheros, quienes desaparecieron a más
de 30 000 indígenas, en estimaciones del cónsul británico Sir Roger Casement,
al extremo que la etnia huitoto estuvo al borde de la extinción.
El éxito de Arana lo
llevó a inaugurar agencias en Londres y Nueva York, sustituyendo la sociedad
por la flamante Peruvian Amazon Company, constituida con capitales ingleses en
1907, en Londres. Su poder y riqueza parecía no tener límites, aunque estuviera
cimentada sobre la vida de miles de indígenas torturados y asesinados.
El joven ingeniero
Walter Hardenburg presenció, durante su paso por el Putumayo en 1908, el
régimen de esclavitud que se había instaurado en la Amazonía por parte de los
caucheros y especialmente por la Peruvian Amazon Company de Julio C. Arana. El
diario londinense Truth publicó, en
1909, un detallado testimonio de Hardenburg titulado El paraíso del diablo, donde describe la barbarie de la que fue
testigo. Debido a los capitales ingleses invertidos en la empresa de Arana, el
gobierno británico envió a su cónsul en Río de Janeiro, Sir Roger Casement,
como comisionado autorizado para realizar investigaciones sobre lo que se había
empezado a nombrar como Crímenes del
Putumayo.
Casement arribó a
Iquitos en setiembre de 1910 y permaneció dos meses en la zona. Lo que
presenció y narró en el Libro Azul Británico superó todo lo que hasta entonces
se había podido imaginar y fue el inicio
de la caída de Arana.
Mario Vargas Llosa,
premio Nobel de Literatura 2010, noveló en El
sueño del celta la permanencia de Sir Roger Casement en la Amazonía
peruana. El escritor peruano ficciona con abundantes detalles los días de
permanencia de Casement en las estaciones de trabajo de la Peruvian Amazon
Company y el levantamiento de información sobre la barbarie que más tarde
reveló.
Lo cierto es que el
cónsul de la Corona británica llegó a Iquitos en setiembre de 1910 y realizó un
minucioso trabajo de investigación y acopio de testimonios que terminó el 16 de
noviembre, fecha en la que partió de Iquitos. Meses antes, también en 1910, el
gobierno peruano había iniciado un proceso dirigido por el juez Carlos A.
Valcárcel contra la Peruvian Amazon Company, pero su trabajo en Iquitos había
sido hostilizado, al punto de recibir amenazas de muerte. La presencia de
Casement refrendó el trabajo de Valcárcel e impidió que las maniobras de Arana
y sus allegados invisibilizaran sus investigaciones.
De este modo, la
publicación del Libro Azul Británico representó un terremoto político en el
Perú y perjudicó su imagen de cara a los conflictos territoriales que por esos
años sostenía con Colombia. Al mismo tiempo, el gobierno británico abrió un
proceso en la Cámara de los Comunes contra la Peruvian Amazon Company, cuya
finalidad era investigar y sancionar los Crímenes
del Putumayo.
Resulta llamativo que
la atención se trasladara a las repercusiones políticas, dejando en segundo
plano la masacre de los indígenas, que nunca fue castigada como se hubiera
esperado. Si bien la acusación en Londres partía de las imputaciones de
genocidio, la defensa de Arana denunció un complot económico contra su empresa,
además de alegar desconocimiento de las torturas. En su argumentación, las
acusaciones contra su compañía eran estrategias económicas y políticas de sus
competidores colombianos, quienes aliados con los gobiernos de Gran Bretaña y
Estados Unidos buscaban eliminar al principal productor de caucho de la región.
Lo cierto es que el gobierno británico había tratado de intervenir en la zona y
era señalado como responsable del robo de semillas del árbol de caucho para
sembrarlas en sus colonias del Asia. Por otro lado, si bien Julio César Arana
era el principal cauchero de la zona, no era el único; existían empresarios
colombianos que ambicionaban los territorios que Arana usufructuaba y ejercían
el mismo sistema de explotación.
Hay que añadir,
además, que estas disputas tenían como escenario una región que aún no había
sido delimitada. Colombia y Perú tenían intereses territoriales en conflicto y,
en algún momento de las disputas diplomáticas que precedieron a la firma del
Tratado Salomón-Lozano, la presencia de la Peruvian Amazon Company en la Selva
representaba una prueba de que los territorios de donde extraía el caucho eran
peruanos, pues esta era la nacionalidad de los empresarios que lo explotaba.
Esto último permitió a Arana moverse en una zona de neutralidad con respecto al
gobierno peruano, pues, por una parte, su empresa era vista como símbolo de la
defensa de la Amazonía peruana y, por otra, la postura diplomática del Perú en
su litigio territorial se confundía con la postura de la Peruvian Amazon
Company. Es por esta razón que las investigaciones dirigidas por jueces peruanos
no tenían la fuerza ni el apoyo político que recibió la desarrollada en
Londres.
La presión de la
opinión pública mundial orientó el juicio en contra de los intereses de Arana.
Las estrategias que desplegó el cauchero peruano para cambiar la imagen que el
Libro Azul Británico reveló sobre su empresa no pudieron evitar la debacle: la
empresa fue liquidada luego de hundirse en la ruina económica, ocasionada tanto
por el proceso judicial como por el ingreso al mercado del caucho producido por
Gran Bretaña en sus colonias asiáticas. Este hecho, controversial, daría pie a
que Arana insistiera en el complot económico contra su empresa, a pesar de
otros detalles menos conocidos que terminan de configurar al cauchero peruano
como un empresario sin escrúpulos y responsable —directamente o por omisión— de
uno de los mayores genocidios que el mundo recuerde.
TRES
No tuvo una actitud
sumisa el cauchero riojano frente al proceso que se le seguía en Londres, sino
que desplegó una guerra de imágenes
para contrarrestar los efectos que las denuncias de Hardenburg y Casement
habían producido en la opinión pública internacional.
En sus viajes a
Europa, Arana había conocido el cinematógrafo y sus posibilidades para narrar
historias. Es por esto que encargó a su amigo, el cónsul peruano en Manaos
Carlos Rey de Castro, la contratación del fotógrafo portugués Silvino Santos,
quien ejercía su oficio en la ciudad de Manaos con bastante éxito. Santos
llegaría a ocupar un sitial privilegiado en la historia de la cinematografía
brasileña, de la que es uno de sus pioneros. A sus 25 años aceptó sin problemas
ser el fotógrafo de una segunda expedición organizada por Arana para mostrar al
mundo los progresos que se habían dado en las condiciones de vida de los
indígenas después de la visita de Casement. A la comitiva se invitó a los
cónsules de Gran Bretaña, George B. Mitchell, y de los Estados Unidos, Stuart
J. Fuller, quienes deberían atestiguar ante sus gobiernos que las acusaciones
contra la Peruvian Amazon Company eran falsas o que se habían realizado la
correcciones pertinentes. El viaje duró dos meses y el álbum fotográfico
resultante pudimos apreciarlo recientemente con el rescate en formato de libro
del Álbum de fotografías de la Amazonía
peruana (Tierra Nueva, 2014) y en la exposición del mismo nombre que
albergó el Centro Cultural de España en Lima. Si bien el trabajo de Santos
nunca se caracterizaría por transmitir una postura crítica acerca de sus insumos
sino más bien por un retrato documental y casi impersonal, llama la atención la
curaduría ejercida por Arana y Rey de
Castro para determinar las imágenes que se preservaron para servir como
propaganda. La fotografía más famosa muestra a una india huitoto manejando una
máquina de coser (Singer, se
especifica en la leyenda que acompaña la imagen), en una evidente alusión a la
labor civilizadora con la que se defendía la presencia de Julio César Arana en
la Amazonía.
Poco después, Silvino
Santos fue enviado por Arana a París, al estudio Pathé-Frères, para aprender
las técnicas cinematográficas que le permitieran filmar un documental para la
Peruvian Amazon Company. Santos regresó poco tiempo después con material
fílmico especialmente tratado para trabajar con la humedad y el clima de la
selva y comprometido con el documental que le había sido encargado. Durante el
tiempo de la filmación contrajo matrimonio con Ana María Schemuly, hija
adoptiva de Julio César Arana, lo que debió reforzar su vínculo con el cauchero.
Entre 1913 y 1914 Santos realizaría su documental, pero los negativos se
perdieron durante el naufragio del barco que llevaba las películas a Estados
Unidos para su tratamiento como película.
Silvino Santos se
estableció definitivamente en Manaos y siguió dedicándose a la fotografía y,
sobre todo, al cine. Cuando falleció, en 1970, era considerado un pionero del
cine documental de Brasil.
CUATRO
Se podría pensar que
la caída y liquidación de la Peruvian Amazon Company significó la ruina de
Arana y su desaparición de la esfera pública peruana, pero no fue así. Fue
elegido senador suplente por Loreto en 1920 y ocupó el escaño cuando el senador
titular fue nombrado Ministro de Estado. Su labor se enfocó en promover numerosas
iniciativas para el progreso de la región amazónica y frecuentemente se le
recuerda por su tenaz oposición a la firma del Tratado Salomón Lozano (1927).
En su libro Julio C. Arana. El pordiosero de la fortuna
(Tierra Nueva-Universidad Científica del Perú, 2014), Percy Vílchez Vela documenta
la entrega, por parte del gobierno de Augusto B. Leguía, del título de
propiedad oficial que otorgaba a Julio César Arana los territorios de ambas
márgenes del Putumayo, gestión que el riojano había iniciado hacía varios años
atrás y cuyo esfuerzo se vio recompensado en 1921. Así, la defensa de sus
predios sería la principal razón de las denuncias de entreguismo y traición a
la patria que sostuvo Arana contra el gobierno de Leguía. Sin embargo, una vez
consumada la firma del tratado, Arana dedicó sus esfuerzos a conseguir una
indemnización económica por los territorios de su propiedad que pasaban a poder
de Colombia.. Vílchez Vela lo explica así: «algo tenía que sacar de la extensa
propiedad que pasaba a Colombia. No era todo el territorio del cauchero. El
resto de ese terreno, que estaba dentro de los límites del Perú, quedaba en su
poder garantizado por el título que le habían concedido. Pero la otra banda
tenía que concederle algo, una paga, una indemnización (…). Era otra persona,
el mismo de siempre cuando se puso a gestionar, manipular, hacer pactos
oscuros, para quedarse o con la soga o con la cabra». Así, el 24 de mayo de
1939 se entregaron, en Lima y con presencia notarial, tres millones de
hectáreas de propiedad de Julio César Arana, que luego del Tratado Salomón
Lozano quedaban dentro del territorio colombiano, por un monto equivalente a
200 mil dólares. Luego dedicaría sus esfuerzos a apaciguar los ánimos de
quienes intentaban sublevarse contra la ejecución del tratado.
Julio César Arana
murió en Magdalena del Mar, en 1952. Tenía 88 años y se había retirado de la
vida pública. Una fotografía inédita exhibida en la muestra Julio C. Arana. Álbumes fotográficos
inéditos. Colección Pablo Macera (2014), en la sala de exposiciones del
Colegio Real (UNMSM), lo presenta junto a su esposa, Eleonora Zumaeta, y su
familia. El riojano aparece como un anciano y venerable patriarca. En su
expresión amable y apacible no hay rastro del cauchero que toleró —si le
concediéramos que ignoraba al detalle lo que sucedía en sus dominios— el mayor
genocidio que se haya visto en la Amazonía sudamericana. En el libro mencionado
líneas atrás, Vílchez Vela describe el modesto nicho que ocupa el cauchero en
el cementerio Presbítero Matías Maestro, lejos de los mausoleos familiares de
Augusto B. Leguía y Óscar R. Benavides, contemporáneos suyos y protagonistas,
como él, de las disputas limítrofes con el gobierno de Colombia.
En octubre de 2012, el
presidente colombiano Juan Manuel Santos pidió perdón «en nombre del Estado
colombiano, a las comunidades de los pueblos Uitoto, Bora, Okaina, Muinane,
Andoque, Nonuya, Miraña, Yukuna y Matapí (…), por sus muertos, por sus huérfanos,
por sus víctimas». Ese mismo año el presidente del Congreso peruano, Víctor
Isla, pidió perdón por el genocidio en un evento realizado en la Casa de la
Literatura Peruana.
En abril de 2015,
Marcelo Buinaje, un cacique huitoto de la comunidad de La Chorrera, en Amazonas
(Colombia), estuvo en Bogotá buscando una entrevista con el presidente
colombiano Juan Manuel Santos, pues deseaba comprometerlo con las
conmemoraciones por el centenario del genocidio indígena, pero no logró
reunirse con él. En sus declaraciones a los medios, Buinaje calculó que se
asesinaron 80 000 indígenas entre 1912 y 1929.
Los actuales ocupantes
de La Chorrera cuentan que en las noches de tormenta se escuchan, en medio de
la selva, los gritos y llantos de hombres y niños.
Antes de Bagua, los crímenes del Putumayo
Reviewed by ContraPoder
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