Fuera de demagogias, en los años cuarenta Pedro
Beltrán (en su ensayo El problema
económico del Perú) lanzó una idea que cayó lamentablemente en el vacío: «deben
existir escuelas a las que puedan ingresar directamente los que deseen
dedicarse a algún oficio sin necesitar la instrucción secundaria.»
¿Para qué condenar a los jóvenes a calentar
carpeta por años cuando lo que desean es ganarse un ingreso lo más urgente
posible? ¿Para qué extender el sufrimiento familiar si el remedio a mejorar de
condición (a incluirse) está en sus propias manos? ¿Cuántos pandilleros o
simples bandas de enfurecidos muchachos se apagarían si hoy regresamos a esa
vieja propuesta? ¿No se advierte que no es ninguna casualidad que el alto
índice de deserción escolar se de justo en la etapa la educación secundaria (de
12 a 17 años)?
Como es de ver, la propuesta de Beltrán no iba
por la senda de la monserga hoy tan de moda de que la educación es la base del
desarrollo. No, para él (como para el grueso de su generación) la base del
desarrollo aún estaba en el trabajo. Por ello ofrecería un mecanismo más idóneo
de acercar al educando al trabajo lo más rápido posible.
¿Para qué esperar una acreditación que alargue
más el tiempo de un muchacho con ansias y hasta con la imperiosa necesidad de ganarse
un ingreso con un oficio calificado? Quizá la fantasía de los técnicos en la
materia esté en que la pauta máxima sea la universidad, con el doctorado como
meta consagratoria. Craso error. Tener un ejército de mandarines no garantiza
que la sociedad prospere y salga a delante en su conjunto. Bajo ese esquema,
sólo prosperarán los mandarines… hasta donde se pueda.
Hobsbawm advertía que un país con gente
educada sin trabajo es un problema mayúsculo. Evocando a los años previos a la
revolución rusa, decía que gente inteligente frustrada por no poder ganarse la
vida en lo suyo es una bomba de tiempo que en cualquier momento puede explotar.
A lo mejor el ancestral desprecio a un “oficio
menor” explique mucho de esta inversión
de valores. Si el mundo de “los abuelos” (que la era de Beltrán veía terminarse)
se hubiera regido por ese rigor, el poco o mucho capital acumulado de las
familias no se explicaría. Si el estado no se los dio, entonces quién. ¿El
aire?
Por ende, ¿puede la sola educación reemplazar un
aporte que en sí mismo acarrea la convicción que lo que se tiene (la riqueza)
nace del esfuerzo y sacrificio? ¿Es comparable la moral y los valores que se
generan en las aulas, donde todo está
preestablecido y ordenado, con aquella moral y valores que son directa hechura
de lo logrado y descubierto desde el arrojo, el sacrificio y el ingenio? Obviamente,
no. Lo que se puede alcanzar con el trabajo no tiene sucedáneos.
La propuesta educativa de Pedro Beltrán
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