No hay duda de que para
Occidente el ideal máximo de vida en sociedad es el que se ampara bajo la
lumbre de la “justicia social”. En consecuencia, ello es lo que el estado del
bienestar debe de construir.
En esa línea, no es muy
complicado intuir el norte a seguir de los actores políticos formados para dar
vida a ese “elevado” objetivo. Ya solamente lo que requerirán es no verse
limitados por pautas legales que frenen sus anhelos justicieros.
Sean actores políticos de
países ricos o en vías de desarrollo, el afán no cambia. En sus obsesiones el
detalle de edificar desde la riqueza o desde la pobreza ese sueño es sólo eso,
un mero detalle, un asunto baladí. Y ello porque todo ideal es en sí un
apartamiento de lo existente. Sólo así se explica que una variedad de
constituciones, tratados y normatividad interna recreen “derechos” al margen de
las realidades económicas.
Para comenzar, la
Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 responde a ese criterio. Su capacidad para irradiar por todo el planeta la
convicción de que es posible ser seres humanos políticamente libres inmersos en
un estado sobredimensionado de facultades antiliberales, será de gran
relevancia. Abiertamente, será una confirmación de los principios que a inicios
del siglo XX aniquilaron la civilización demoliberal.
El fascismo, el
nacional-socialismo, el comunismo-socialismo y la socialdemocracia irrumpieron
en escena blandiendo esa exigencia. Exigencia que al partisano griego Aris
Velouchiotis le hizo decir sin enfado que las
revoluciones vencen cuando los ríos se tiñen de sangre. Vale la pena verterla,
siempre que la recompensa sea la perfección de la sociedad humana. En la
Ucrania de 1940 los judíos prefirieron el ghetto nazi a la igualdad soviética,
lo que invita a no separar el proceso industrializador de los planes
quinquenales de Stalin de la criminal represión política que perpetró. Una
sangrienta revolución industrial que ningún Charles Dickens ruso denunció.
En el escenario
latinoamericano, Carlos Rangel indicaba
que la aspiración al Welfare State de
Roosevelt (la vía democrática del asistencialismo que los nazis y bolcheviques
ejecutaron por vía la totalitaria) terminó rehabilitando un caudillismo ya por
entonces bastante venido a menos. Al fin de cuentas, eso es lo que Fidel Castro
y Juan Domingo Perón vinieron a ser.
De todas esas corrientes
antiliberales, sólo la socialdemócrata ha sobrevivido. Y ha sobrevivido
exhibiendo la presunta hazaña de lograr la cuadratura del círculo: hacer
compatibles el estado del bienestar con las libertades civiles, la
redistribución económica con el mercado libre. En general, Europa se adornaba
de esa imagen. Era la viva representación de la concreción de una vieja utopía.
Puntualmente, la concreción de la alternativa no autoritaria al
demoliberalismo.
Claro, todo ello hasta la
irrupción de la presente crisis financiera en casi la generalidad del
continente europeo. Una crisis propiciada por el alto nivel de cobertura
estatal de las “necesidades ciudadanas”, pero sin respaldo económico. Como
resultado, el quiebre de un tipo de estado que a lo largo del siglo XX intentó
ser reproducido a lo largo y ancho del planeta.
En el Perú ese eco se
dejó sentir ya en la Constitución de 1920 como en la de 1933. Pero será la
Carta de 1979 la que mayor celo demuestre en copiar el ideario de lo que ahora
la doctrina legal denomina “neoconstitucionalismo”.
El estado ideal
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